Si me quedo en mí es difícil querer salir. Escucho mis historias atenta, agrego condimentos de mi agrado, desafío a algún villano inventado, me obsesiono con algún que otro amor idealizado. Si me quedo en mí me recorro de a poco y me detengo a admirar el camino. Escalo la montaña de mi enojo mientras me deshojo, pero ahí me encuentro con la luna que me explica que su ciclo me atraviesa entera. Que ella no juzga y tolera, que emergí de su brillo y aunque a veces me apague, ella se encarga de encender esa alarma que me saca del enfado, es ella quien marca mi camino, quien amplifica mis sentidos, quien me trae de nuevo al presente cuando me empacho de tanto pasado. Si me quedo en mí, voy sorteando mis propios obstáculos, le hago caso a mi intuición, es mi propio oráculo. Intento ser mi mejor amiga pero no pecar de amorosa, a veces necesito un sacudón, un buen sermón cuando se pone oscura la cosa. Si me quedo en mí, me cuesta compartirme, fue un trabajo extenuante de antaño el intentar no hacerme daño, como para dejar que algún ser no resuelto, aletargado, revuelto, quiera robarme la luz, la inocencia, la paciencia. No todos son merecedores de nuestras palabras, de nuestras miradas, no todos entienden lo que implica “abrirse de alma”. Hay quienes no están preparados para lidiar con nuestra opulencia suculenta. Si me quedo en mí, hasta que logre no evadirme, si me quedo en mí y me contemplo sin prejuicio, si me quedo en mí y acepto mis disculpas, no me voy nunca más, aprendo a resguardarme, aprendo a priorizarme y a decir que NO sin culpa.

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